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El suelo estaba poblado de cuartos de yerba, damajuanas de vino, barriles de diversas formas, cojinillos, matras, bastos, lazos y otros artículos usuales. Entre aquel cúmulo de bultos, el pulpero se había hecho un camino, como la hacienda hace una huella, y por el angosto espacio iba y volvía trayendo las copas, el tabaco, la yerba o las prendas de ensillar.

Frente al despacho había un par de columnas de material, sujetando una enramada que unía el abrigo de la casa al de un patio de paraísos nudosos. Más lejos se veía la cancha de taba.

Delante de la pulpería, el callejón se agrandaba en amplia bolsa, cosa que volvía fácil el cuidado de las tropas.

A eso de las ocho echamos pie a tierra para reponernos con algún alimento.

Empezaba ya a hacer calor y traíamos una lasitud de hambre, pues estábamos en movimiento desde hacía cinco horas con sólo unos mates en el buche.

Horacio y Goyo acomodaron un fogón y prepararon el churrasco. Los demás entraron al despacho, saludaron al pulpero conocido en otros viajes, y pidieron éste una Ginebra, aquél un Carabanchel.