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EN STELLA

«¿No lo sabe ella acaso?» pensaba también.

Alejandra comprendió lo que pasaba en ese cerebro enloquecido, en esa alma atribu- lada.

Confundió su inmensa pena con la suya; l inmensa pena de perder 4 ese ser que iba á morir; 4 morir feliz por El, por su cariño tierno, uelicado y generoso.

Por quien la niña pobre había sido la .iña rica, poseedora de todos los halagos de la vida; por quien esa alma de elegida había conocido la suprema dicha «de dar» ¿Qué hubiera podido ella dar á sus «pobre- citos» sin su viejo tío?.... Lo vió llegar 4 su casa solitario, perseguido por la idea yue lo torturaba, con el corazón crispa- do, sin una voz que lo consolara, que lo covenciera. .... Y entonces le habló, contes- tando á lo que ella sabía que él pensaba.

—No, Máximo; nadie es culpable de lo que pasa. ¿Lo sería yo por haber tenido la idea de iniciar una broma tan natural?

Un día ú otro, la hora pronto habría. lle: gado.

—¡Alex..... nuestra Stella! pudo exclamar <l fín,

Sa voz se parecía á la delas hojas extre- »necidas por el viento. Alejandra percibió ese extremecimiento, y que sus gemas ver- des, transparentes, con fosforescencias y reverberaciones como el mar, desaparecían detrás de las lágrimas... El bien sabía