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Raquel Camaña

¡Qué podría ser? Fieras, no las bay en esos Andes secos y desiertos, vestidos tan sólo de sombra y de luz.

¿Por qué temblaba mi caballo, por qué, al fin, se paró en seco babeando de terror?

Había sido tan súbito aquello, tan inesperado, que sólo consiguió arrancarme de la contemplación infinitamente deleitosa a que estaba entregada, sin dar lugar a que de mí asiera el temor.

Bajé del caballo, miré al frente, a espaldas y no vi nada que justificara ese miedo. La angostura en zig—zag se prolongaba ante mis ojos. Avanzaba con curiosidad, cuando de pronto el terror me paralizó.

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A pocos pasos la vista se sumía en inmensa cueva socavada por el río: Estábamos sobre un estribo de piedra suspendido hacia el vacío.

Instintiva, y por ello sabiamente, el oído finísimo del caballo le avisó que sonaba a hueco ese espolón sobre el cual el cerro se asomaba a mirar la horrenda sima.

Una tormenta en las sierras es espectáculo imponente. Dos veces me ha sido dado contemplar la tempestad cara a cara, a solas con ella.

Regresábamos, mi hermana y yo, un atardecer, a las casas de la estancia "Las Peñas", ese paraíso que posee San Luis frente al Morro.

Al salir habíamos admirado el cielo sombrío y bellamente amenazador. Pero no creímos en la inminencia del peligro. Volvíamos charlando, cuando de pronto hízose noche. A tientas siguieron avanzando nuestros caballos, pegados a la montaña. Empezó a descargarse nutrida manga de piedra que azotaba, hiriendo nuestras caras vanamente protegidas por ambas manos puestas en visera. Los pobres animales, heridos en los ojos, querían volver grupas.