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El Dilettantismo sentimental

vigilar al pequeño Roberto que juega silenciosamente al calor de la estufa; el tic tac del péndulo cuenta al niño historias familiares interrumpidas bruscamente por el ruido del ferrocarril que pasa. Sus pobres nervios extremecidos comunícanle una extraña impresión; mezcla confusa de misterio, de algo que se alėja para no volver, del tiempo y de la vida que huyen: "Mi tendencia al ensueño, a la vida contemplativa nació allí, en el escritorio desde cuyas ventanas dominaba el valle y la montaña, por donde el tren huía llamándome con su silbato".

El valle y la montaña hablaban a su imaginación infantil con mayor poder de evocación que el de los magos y las hadas que hablan a los demás niños. Su padre, en largos, en silenciosos paseos, había hecho revivir ante sus ojos ávidos, ante su plástica inteilgencia infantil, la creación y el desarrollo de las flores, de los pájaros, de las hierbas, de las piedras, de la montaña y del llano, de los insectos y de los astros. Esa inteligencia sabiamente puesta en contacto con la naturaleza prometía fecunda mies. El placer de la vida ideativa, el goce supremo de la concentración del pensamiento, de la generalización, de asimilar el porqué de lo creado a nuestra causa interna siempre insaciable, esa beatitud, vedada a la gran mayoría, le fué ofrecida a Roberto como primer alimento intelectual.

Aptitudes heredadas facilitaron la tarea al educador: la facultad de generalizar era en su padre, más que poder, manía. El abuelo, campesino instruído, tuvo intuiciones geniales de inventor, mezcladas con rasgos de locura: "siempre en la familia paterna la potente inteligencia unióse a un impulso peligroso e indomable, vecino a la locura".

De la madre, sólo heredó Roberto la mirada brillante, con brillo de fiebre, la cara pálida y fina. Hijo y madre habitaban dos mundos internos, separados