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El Dilettantismo sentimental

a Jorge Sand tratando de saciar con la imaginación sus morbosas ambiciones.

Así, lenta pero seguramente, la mentira vital de concebirse Emma diferente de lo que era en realidad, y de lo que debía ser para adaptarse al medio en que vivía, la envenena cada vez más.

Soñábase brillando en los salones, actuando en el mundo de los embajadores, de los cortesanos, de los grandes misterios novelescos, de las angustias disimuladas bajo sonrisas; en el mundo de las duquesas, de esas pálidas mujeres que se levantan a las cuatro de la tarde, que adornan con punto de Inglaterra hasta el ruedo de los visos; veíase en medio de abigarrada sociedad compuesta de actores y literatos, riendo, a la luz de las bujías, en los gabinetes reservados donde se cena después del teatro. ¡Qué existencia entre esa gente pródiga como reyes, llena de ambiciosos ideales, de delirios fantásticos; qué vivir entre cielo y tierra, entre nubes tormentosas, terribles pero sublimes!

El resto del mundo no tenía para ella existencia precisa. Su pensamiento se desviaba de las cosas más vecinas. Todo lo que la rodeaba, todo lo que le era inmediato, campiña siempre igual, burgueses imbéciles, vida mediocre y común, parecíale una extraña prisión desde la cual divisaba, lejos, muy lejos, el país de la felicidad, de la pasión, al cual un príncipe encantador la debía conducir tarde o temprano.

Confundía, cegada por el deseo, las sensualidades del lujo con los goces del alma, la elegancia habitual con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba, acaso, el amor, como la flora indiana, una tierra especial, una temperatura apropiada? Los suspiros en complicidad con la luna; los largos, larguísimos abra zos; las lágrimas que corren sobre las manos que se nos abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban, para Em-