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El magistrado del pueblo examinó el pasaporte y lo encontró corriente; pero no quiso dejar pasar esta ocasion, que él se imaginó le deparaba su buena fortuna, sin departir un rato de noticias políticas, de las que era grande aficionado y eterno disputador; tanto mas le estimulaba el aguijon de sus deseos, cuanto sabia por el pasaporte que su dueño venia del teatro de la guerra; le envió, pues, el escribiente con corteses ofrecimientos de su casa y persona.

Mientras esto pasaba, estaba Wolf parado en ver la plaza del cabildo, siendo la mofa del populacho: contentáronse al principio con mudas chocarrerias, mostrándose unos á otros con ridículos gestos el rocin y el caballero, hasta que no conteniéndoles ya la estrañeza rompieron en un bullicioso tumulto. Para colmo de desgracia era robado el caballo que asi llamaba la atencion, y ya se imaginaba que las señas del caballo junto con las suyas venian en el señalamiento que de su persona se habia pasado á las autoridades. La inesperada hospitalidad del magistrado vino á convertir en certidumbre sus sospechas; tuvo por cosa averiguada que descubierta la supercheria del pasaporte, aquella invitarion era un lazo para cogerlo sin resistencia: tan cierto es que una mala conciencia enmudece las facultades del alma: metió espuelas al caballo, y rompió por entre la gente sin contestar á el recado del corregidor.

Esta repentina fuga fué la seňal del levantamiento.

«A el picaro!» vociferaban de todas partes, y todos se arrojaron tras él. Fué un momento de vida ó muerte; ya les habia ganado un buen trecho: sus perseguidores, faltos de aliento desistian los mas de su empeño; estaba próximo á salvarse; pero una invisible mano se levantó contra él: la hora de su suerte habia pasado, y la inexorable Nemesis se apoderó de su deudor. La calle que escogió no tenia salida.

El ruido de lo que pasaba habia alarmado á todo el pueblo, la gente llenaba las calles: por todas partes no habia mas que enemigos. Amenazando la muchedumbre con una pistola procuraba abrirse campo por entre sus filas.

—Esta bala, les dice, castigará á el atrevido que intente detenerme.

El temor tuvo á todos quietos: un arrojado herrero se arrojó sobre él por detras y le descoyuntó el dedo con que iba á hacer fuego. Cayó la pistola, y el desarmado fué conducido ante el cabildo.

—¿Quién sois? preguntó el juez con brutal tono.

—Un hombre que està dispuesto á no contestar sino á corteses razones.

—¿Quién es V?

—Quien parezco ser: la Alemania entera he recorrido, y en nin-