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mal empezaba á estarle impuesta, y á la ley tomar entonces su defensa, mientras que la obediencia militar, en un todo distinta á las demas obediencias, al mismo tiempo recibiendo la órden y ejecutándola con los ojos cerrados, como obedeciendo al destino. Seguía en todas sus consecuencias posibles esa abnegacion del soldado sin trueque alguno, sin condiciones, y que conduce tan frecuentemente á las operaciones mas siniestras.

Estos eran mis pensamientos, mientras caminaba al gusto de mi caballo, mirando la hora en mi reló de vez en cuando, y viendo el camino estenderse siempre en línea recta, sin un arbol, sin una casa, y cortando la llanura hasta el horizonte, como una raya amarilla sobre un campo gris.

 De voz en cuando la raya líquida se desleia en la tierra líquida que la rodeaba, y cuando un dia un poco menos pálido hacia brillar esta triste estension de terreno, me veia en medio de un mar cenagoso, siguiendo una corriente de fango y de yeso.

Examinando con atencion la raya amarilla del camino, observé á la distancia de un cuarto de legua, una pequeña punta negra que parecia moverse. Mi descubrimiento me agradó, juzgando que habia hallado un compañero. No apartó los ojos, y ví que aquella punta negra iba como yo, con direccion á Lil'e, y que caminaba haciendo eses, lo que anunciaba una marcha penosa. Apresuré el paso, y gané terreno sobre este objeto que se aumentaba á mi vista. Galopé sobre un pedazo de tierra un poco mas entera y firme, y entonces creí reconocer una especie de carruage negro. Tenía hambre: esperaba que este fuera el carro del cantinero, y tratando á mi pobre caballo como si fuera una chalupa lo hice hacer fuerza de remos para llegar á la isla afortunada; y metiéndolo en el espeso mar, mas de una vez lo vi hundirse hasta el vientre.—A unos cien pasos pude distinguir claramente una pequeña carreta de madera blanca, cubierta con tres arcos y un lienzo negro encerado. Se asemejaba á una pequeña cuna colorada sobre dos ruedas. Las ruedas se atascaban hasta el ege: una pequeña mula que tiraba estaba con suma dificultad conducida por un hombre á pié, que la llevaba por la brida.

Me aproximó, y lo examiné atentamente. Era un hombre de algunos cincuenta años, de bigotes blancos, alto, robusto, un poco agoviado como estan los oficiales viejos de infantería, que han llevado por muchos años la mochila. Gastaba uniforme, y sobre una capa corta azuly muy usada, podía distinguirse una charretera de gefe de batallon.

Me miró de reojo: bajó sus espesas cejas negras, y sacó diestramente de su carreta un fusil que cargó, y pasándose al otro lado de la mula, hizo de ella una muralla defensiva. Habiendo visto su cucarda