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Y besándola, preguntó:

—¿Ha sucedido, pues todo eso, Elenita?

—Sí, querido. ¡Soy tan desgraciada, tan pro fundamente desgraciada!... Gracias por haberme consolado, por no haber destrozado mi corazón.

Te agradeceré toda mi vida este momento...

Y con los ojos llenos de lágrimas amargas y alegres a la par, Elena se apretó contra el pecho de su marido, y todo su cuerpo fué sacudido por los sollozos. El la acariciaba cariñosamente los cabellos.

—Acuéstate, querida; descansa. Mañana te despertarás fresca y serena, como si todo no fuera más que una pesadilla lejana.

Ella se acostó.

Transcurrió un cuarto de hora. Las flores seguían exhalando su perfume enervante. Oíanse, bellos y tristes, los sones de la música; pero ni el marido ni la mujer podían dormirse y no se movían, para no inquietarse uno a otro, ni abrían siquiera los ojos, ahogando los suspiros, sabedor cada uno de ellos de que el otro estaba despierto.

De pronto él se incorporó bruscamente y exclamó con terror:

¡Elenita! ¿Y si tuvieras un niño?

Ella tardó un instante en contestar, y dijo:

—Lo aborrecerías?

—No, no lo aborrecería. Los niños son siempre bellos. Siempre te he dicho que no debe existir ninguna diferencia entre el amor a los hijos propios y el amor a los ajenos. Yo he afirmado siem-