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ble, empujó la puerta. Era para él un día decisivo.

No tenía ya fuerzas para soportar los sufrimientos de su amor desdeñado y sus celos.

Cuando al día siguiente a su noche de amor con la señorita Ducroix fué a verla, estremecido aún de placer, ella le acogió con un asombro frío, como si no le conociese. Los días sucesivos se negó a recibirle. La doncella, con insolencia, le dió con in puerta en las narices. El empezó a escribirle cartas; pero la primera quedó sin respuesta, y las demás volvían sin abrir a sus manos.

Sufría terriblemente. Se puso delgado, amarills.

Noche y día le perseguían la imagen de la parisiense y el recuerdo de sus besos y de sus caricias de fuego.

La señorita Ducroix no estaba sola. Junto a ella, sentado en el sofá, había un hombrecillo gordo, que parecía griego o armenio, de ojos negros, en que se reflejaba el deseo; nariz corva y pobla to bigote.

Al ver a Sumilov, la señorita Ducroix se levantó, y, llena de cólera, dió algunos pasos hacia él, sin tenderle la mano.

¡Esto ya es demasiado!—dijo. ¡Me persigue usted por todas partes, señor!

Una oleada de sangre subió al rostro de Sumilov, y una niebla espesa cubrió sus ojos. Cogió violentamente la mano de la señorita Ducroix, y con los labios contraídos le dijo por lo bajo:

—Necesito hablarle a usted... sin testigos...

Sólo dos palabras...