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senté en el borde de una silla. Me temblaban las piernas. Siempre me tiemblan cuando estoy algo emocionado, lo cual obedece a mi empleo, pues todos los camareros tienen las piernas débiles.

Decoraban la habitación enormes armarios de cristales con figuras de alabastro dentro y pájaros disecados encima; grandes retratos con marcos de madera; un reloj de péndulo, antiguo, de un tic—tac pausado, solemne.

Me palpitaba el corazón, como si me fuera a saltar del pecho. La señora parecía también muy turbada. Se acercó a la ventana y suspiró. De pronto, se volvió a mí y me dijo: —¿Me permitirá usted, señor, que le pida un consejo? Mire usted, hijo ha estudiado hasta ahora en otro liceo, y quiero trasladarle a éste.

¿Qué opina usted? ¿Le recibirán sin someterle a exámenes?

Yo me levanté—fiel a mi costumbre—y respondí: —No sé, señora.

Ella me miró con asombro y no volvió a intentar entablar conversación conmigo. Momentos después, el portero abrió, respetuoso, la puerta, y entró su excelencia el señor director en persona.

Ya no era el mismo hombre a quien yo había servido la víspera. Ahora vestía de uniforme, iba muy erguido y su mirada era severa. Le hizo seña al portero de que cerrase la puerta, y se acercó a la señora. Su conversación con ella no fué larga. La escuchó con mucha atención y cortesía,