Tres lazos de tiento cuelgan de ella hasta el suelo, uno cerca de cada sauce y otro en el centro.
—¡Los lazos de tía Rita! — exclama alarmada la joven.
—¡Pa su entierro! — concluye Nicanor, no con tanta broma como respeto.
Los lazos con que doña Rita atrapa cuanto gato, zorro y hasta ratero de gallinas se atreve a meterse en sus dominios, son famosos de tiempo atrás en toda la comarca.
—¡Oh! ¡Yo entro! — prorrumpe impaciente el mozo.
—¡No te muevas, Nicanor!
Los endemoniados lazos afligen a Carmen. Debido a ellos, ni el cortejante podrá entrar ni ella buscar la leche.
—¡Bah! ¡Me meto nomás! ¡Vas a ver cómo desde adentro los deshago!
—¡Te lastimarás! ¡Qué hombre éste, Dios mío!
Carmen sospecha que su galán llevará a cabo una de esas hazañas de enamorados, absurdas pero sublimes, que hacen sufrir y gozar a la galanteada.
Ni más ni menos. Ahí lo tiene a su gentil carretero, de bruces, arrastrándose lentamente, rojísimo a tanto hacer para poder pasar entre las dos pitas menos estrechas del cerco.
—¡Oh, Nicanor! — ha exclamado Carmen, después de mirar, más alarmada que nunca, hacia la