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que, como Narciso, enamorada de su hermosura, no se anegue en el agua que le sirve de espejo, no teniendo en lo que pisa al sol ni a todas las estrellas. En aquel pobre aposentillo enfrente, pintado por defuera de llamas, está un demonio casado, que se volvió loco con la condición de su mujer.

Entonces don Cleofás le dijo al compañero que le enseñaba todo este retablo de duelos:

—Vámonos de aquí, no nos embarguen por alguna locura que nosotros ignoramos; porque en el mundo todos somos locos, los unos de los otros.

El Cojuelo dijo:

Quiero tomar tu consejo, porque, pues los demonios enloquecen, no hay que fiar de sí nadie.

—Desde vuestra primera soberbia—dijo don Cleofás—todos lo estáis; que el infierno es casa de todos los locos más furiosos del mundo.

Aprovechado estás—dijo el Cojuelo, pues hablas en lenguaje ajustado.

Con esta conversación salieron de la casa susodicha, y a mano derecha dieron en una calle algo dilatada, que por una parte y por otra estaba colgada de ataúdes, y unos sacristanes con sus sobrepellices paseándose junto a ellos, y muchos sepultureros abriendo varios sepulcros, y don Cleofás le dijo a su camarada:

—¿Qué calle es ésta, que me ha admirado más que cuantas he visto, y me pudiera obligar a hablar más espiritualmente que con lo primero de que tú te admiraste?

—Esta es más temporal y del siglo que ningu-