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Feñaranda, Sandoval y Zúñiga. Y en esotro coche, don Antonio de Luna y don Claudio Pimentel, del Consejo de Ordenes, Cástor y Pólux, de la amistad y de la generosidad.

¡Ay, señor!, aquel que pasa en aquel coche —dijo la Rufina—, si no me engaño, es de Sevilla, y se llama Luis Ponce de Sandoval, marqués de Valdeencinas, y como que me crié en su casa.

El Cojuelo respondió:

—Es un muy gran caballero y el más bien quisto que hay en esta tierra ni en la Corte; que no es pequeño encarecimiento. Y aquel con quien va es el Marqués de Ayamonte, estirado título de Castilla y Zúñiga de varón; y no menos que él es ese que viene en ese coche, el Conde de la Puebla del Maestre, que tiene más maestres en su sangre que condes, mozo de grandes esperanzas, y lo fuera de mayores posesiones si tuviera de su parte la atención de la Fortuna. Allí pasa el Conde da Castrillo, Haro, hermano del gran Marqués del Carpio, presidente de Indias, y tras él, el Marqués de Ladrada y el Conde de Baños, padre y hijo.

Cerdas, de la gran casa de Medinaceli. Esotro es el Marqués de los Trujillos, bizarro caballero. Y tras ellos, el Conde de Fuensalida, con don Jaime Manuel, de la cámara de su Majestad y hermano del Duque de Maqueda y Nájera, que hoy gobierna el tridente de ambos mares.

—Dígame vuesa merced, señor Licenciado—dijo la Rufina—: ¿qué casas sumptuosas son estas que están enfrente destas joyeras?

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