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A cada coche que llegaba se ponían muy agitadas, creyendo que era el "gordo jefe rojo" en persona; pero cuando se persuadían de su error, volvían de nuevo a la paciente espera.

En cuanto Kvachnin empezó a descender pesadamente del coche, vióse inmediatamente rodeado por todas partes de aquellas mujeres, que cayeron ante él de rodillas. Los caballos, espantados, se encabritaron y al cochero le costó gran trabajo calmarlos.

En el primer momento, Kvachnin no comprendió nada; las mujeres gritaban todas a la vez y tendían hacia él sus pequeñuelos. Lágrimas abundandes corrían por sus flacas mejillas. Kvachnin vió que no le sería posible salir de aquel círculo viviente.

—¡Alto, las mujeres!—clamó, cubriendo los gritos con su poderosa voz—¡ Callaos! ¡No estáis en el mercado, qué caramba! Además no os entiendo. Dejad que hable una de vosotras. ¿De qué se trata?

Pero todas querían hablar. Los gritos aumentaban, las mujeres empezaron a llorar con más fuerza.

—¡Bienhechor nuestro!... ¡Sálvanos de la miseria!... ¡No podemos sufrir ya más!... Míranos: nos estamos muriendo de hambre... con nuestros hijitos... ¡Hace tanto frío!...

—Pero ¿qué es lo que queréis?—gritó de nuevo Kvachnin—. ¡No es cosa de que gritéis todas a la vez! Tú, por ejemplo, buena moza—dijo,