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El hombre mediocre

plena luz, á cara descubierta, sin humillarse, ajeno á todos los embozamientos del servilismo y de la intriga.

El éxito es, para el genio, un accidente; puede ser su peligro. Cuando la multitud clava sus ojos por vez primera en él, y le aplaude, la lucha empieza: desgraciado quien se olvida á sí mismo para pensar solamente en los demás. Hay que poner más lejos la intención y la esperanza, resistiendo las tentaciones del éxito inmediato; la gloria es más difícil, pero más digna. El hombre excelente se reconoce porque es capaz de renunciar al éxito si en ello está la condición de la gloria, ó si tiene por precio una partícula de su dignidad. El mediocre, incapaz de orgullo, pone su vanidad en perseguir el éxito, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El genio, en cambio, se revela por la perennidad de su irradiación: como si fuera su vida un perpetuo amanecer. Para éste, el éxito es un peldaño accidental en su ascensión; para aquél, todo consiste en trepar el peldaño, sin sospechar siquiera que existe una cumbre.

Flota en la atmósfera como una nube, sostenido por el viento de la mediocridad ajena; puede abocadear por la adulación lo que otros desean conquistar por sus méritos. El que obtiene un éxito inmerecido debe temblar: fracasará después, cien veces, en cada cambio de viento. Los nobles ingenios sólo confían en sus alas, luchan, salvan los obstáculos, triunfan. Sus éxitos son propiamente suyos; mientras el mediocre se entrega al rebaño