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El hombre mediocre

puede vivir sin el tósigo vivificador y esa ansiedad atormenta la existencia del que no tiene alas para ascender sin la ayuda de cómplices y de pilotos. Para el hombre mediocre hay una certidumbre absoluta: sus éxitos son ilusorios y fugaces, por humillante que le haya sido obtenerlos. Ignorando que el árbol espiritual tiene frutos, se preocupa de cosechar la hojarasca; vive de lo aleatorio, acechando las ocasiones propicias. Sin ver más allá, se juzga como á los otros, por el éxito. Mientras el hombre superior siente su fuerza en sí mismo y en sus ideales, el mediocre se mira reflejado en la opinión que merece á los demás; se creería un imbécil si supiera que le tienen por tal.

Los grandes cerebros lo buscan por la senda exclusiva del mérito. Saben que en las mediocracias conviene seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca vencidos, ni sufren de un contraste más de lo que gozan de un éxito: ambos son obra de los demás. La gloria depende de ellos mismos. El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un impuesto de admiración que los mediocres les pagan en vida. Taine conoció el goce del maestro que ve concurrir á sus lecciones un tropel de alumnos; Mozart ha narrado las delicias del compositor oyendo sus melodías en los labios del transeúnte que silba para darse valor al atravesar de noche una encrucijada solitaria; Musset confiesa que fué una de sus grandes voluptuosidades oir sus versos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del orador que