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El hombre mediocre

virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala. La mediocridad moral es una resignación: simple falta de iniciativa, muchas veces, para practicar el mal.

La honestidad puede ser industria, la virtud excluye el cálculo. No hay diferencia entre el cobarde que modera sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las estimula por la esperanza de una recompensa; ambos llevan en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que persigue una prebenda ó tiembla ante un peligro es indigno de nombrar la virtud: por ella se arriesgan en la proscripción ó la miseria. No diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para los demás, la firme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados.

Predicar la honestidad sería excelente si no fuera un renunciamiento á la virtud, cuyo norte es la perfección incesante. Su elogio ha empañado el culto del honor en las burguesías igualitarias y es la prueba más segura del descenso moral de una sociedad. Encumbrando al mediocre se afrenta al superior; por el honesto se olvida al virtuoso. Los