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El hombre mediocre

de dramatizar largo tiempo las pasiones antisociales; el hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está ya viejo, irreparablemente. Sus heridas son tan imborrables como sus canas. Y, como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de esas canas morales.

Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más provechosas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un hueco armazón recubierto con remiendos de catecismo; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión. Prefiere las que afirman el dogma del purgatorio y ofrecen redimir las culpas por dinero. Su aritmética de ultratumba le permite disfrutar más tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su religión es una actitud y no un sentimiento, es una mueca que oculta intenciones malévolas. Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y en los virtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos.

Las mejores máximas teóricas se convierten pronto en acciones abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto mayor es el esfuerzo por rejuvenecerla con harapos de santidad abstracta. Por eso es declamatoria y suntuosa la retórica de Tartufo, arquetipo del género, cuya creación pone á Molière entre los más geniales psicólogos de todos los tiempos. No olvidemos la historia de ese oblicuo devoto á quien el sincero