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José Ingenieros

esencia, nivelando todos los sistemas, democratizándolos.

Un pensador eminente glosó esa verdad: la democracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magnífico, una voz de la naturaleza en que habla toda una nación ó una raza, ¿no es un privilegio excesivo que uno ahueque la voz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos divinos. Lo que en él era Verbo tórnase palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civilización parece concurrir á ese lento y progresivo destierro del hombre extraordinario, ensanchando é iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, justo era que uno lo hiciese por todos, facultad suprema aunque expuesta á peligrosos excesos. Pero el hombre providencial es innecesario á medida que los más piensan y quieren. «En tanta difusión de la soberanía, se pregunta: ¿qué necesidad hay de grandes epopeyas pensadas, realizadas ó escritas?» Ésa parece, transitoriamente, su fórmula y podría traducirse así: en la medida en que se difunde el régimen democrático restríngese la función de los hombres superiores.

Sería verdad inconcusa, definitiva, si el devenir democrático fuese una orientación natural de la historia y si, en caso de serlo, se efectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La na