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José Ingenieros

ciar el honor. No puede ser juez quien confunde el diamante con la bazofia: «equivocarse es una culpa», sentenció Epicteto. En las mediocracias se ignora que la dignidad nunca llega de hinojos á los estrados de los que mandan.

Repiten con frecuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su flauta de siete carrizos con la lira de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y fué árbitro el anciano rey frigio. Resonaron los acordes rústicos de Pan y Apolo cantó á compás de sus melopeyas divinas. Decidieron todos que la flauta era incomparable á la lira, unánimes todos menos el rey, que reclamó la victoria para aquélla. De pronto crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y Pan se refugió en la sombra. El juez, confuso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió un cubiculario; corrió á un lejano valle, cavó un pozo y contó allí su secreto. Pero la verdad no se entierra: florecieron rosales que, agitados por las brisas, repiten eternamente que Midas tiene orejas de asno.

La historia castiga con tanta severidad como la leyenda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie pregunta si los carceleros de Bacon, los ustores de Bruno y los burladores de Colón, fueron bribones ó reblandecidos. Su condena es la misma é ilevantable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio sabe que en cada generación hay diez ó veinte espíritus privilegiados, y su genio consiste en usarlos á todos, con