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ANTÓN P. CHEJOV

policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

—¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

—¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

—Bueno, toda vez que es usted médico. Mas, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido... ¡Teodorito...! ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.

Sentíme avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura, que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

—Es usted muy amable—me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo—. Muchas gracias. ¿El vendaval le cogió a usted también en el camino?

—Sí, señor.

—Lo siento... ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz... Permíteme que te lo quite.

—Te lo permito—dijo riendo Zinita—. Pero, ¿que has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

—¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

—¡Canallas! ¡No me dejan dormir!–Pensé, sin saber por qué...