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LOS HOMBRES QUE ESTÁN DE MÁS

soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?

El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.

—Tiene razón—piensa—; le busco las cosquillas. ¡Basta...! ¡Basta!—le dice golpeándole en el hombro—. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.

Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, extiéndese en el sofá, y colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado alivióse también. Pero el hambre y el cansancio le acosan.

—¡Papá!—dice Petia detrás de la puerta—. ¿Quieres ver mi colección de insectos?

—Sí, tráela.

Petia entra y enseña a su padre una larga cajita verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.

Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.

—El grillo vive aún—dice con asombro Petia—; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.

—¿Quién te enseñó a clavarlos así?—le interroga Zaikin.

—Olga Cirilovna.

—Si la clavasen a ella misma así, qué tal le parece-