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LA MUERTE DE UN FUNCIONARIO PÚBLICO

—Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.

—¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño...; no dijo ni una palabra razonable...; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.

Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, cortóse el pelo y fuése a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vió muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, acercóse a Tcherviakof.

—Usted recordará, excelencia, que ayer en el Teatro de la Arcadia...—así empezó su relación el alguacil—yo estornudé y le salpique involuntariamente. Dispen...

—¡Qué sandez...! ¡Esto es increíble...! ¿Qué desea usted?—Y dicho esto, el consejero volvióse hacia la persona siguiente.

—¡No quiere hablarme!—pensó Tcherviakof palideciendo—. Es señal de que está enfadado... Eso no puede quedar así...; tengo que explicarle...

Cuando el general acabó su recepción y se pasó a su gabinete, Tcherviakof adelantóse otra vez y balbuceó:

—¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez, crea usted que me arrepiento infinito... No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá...

El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:

—¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío! Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.

—¿Burlarme yo?—pensó Tcherviakof, completamen-