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EL JUGUETE RABIOSO

Enrique abrió cautelosamente la puerta de la Biblioteca.

Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado.

Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielorraso, y la cónica rueda de luz se movía en las obscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros.

Majestuosas vitrinas añadían un decoro severo a lo sombrío, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucían las guardas arabescas y títulos dorados de los tejuelos.

Irzubeta se aproximó a los cristales.

Al soslayo le iluminaba la claridad refleja y como un bajo relieve era su perfil de mejilla rechupada, con la pupila inmóvil, y el cabello negro redondeando armoniosamente el cráneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca.

Al volver a mí sus ojos, dijo sonriendo:

—Sabés que hay buenos libros.

—Sí, y de fácil venta.

—¿Cuánto hará que estamos?

—Más o menos media hora.

Me senté en el ángulo de un escritorio distante pocos pasos de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imitó. Estábamos fatigados. El silencio del salón obscuro penetraba nuestros espíritus, desplegándolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud.

—Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?

—Que se yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.

—¿Y?

—Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento, Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé