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cabeza) en la deshecha borrasca que corria esta vieja parte del mundo desde 1789.

Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El soldado de la revolucion, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor de Rivoli, de las Pirámides, de Marengo y de otras cien batallas acababa de ceñirse la corona de Carlo-Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastias, y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje á los pueblos por donde pasaba con su corcel de guerra como un terremoto animado, ó como el Antecristo, que le llamaban las potencias del Norte...—Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa gloria), léjos de odiarlo ó de temerle, complacianse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un libro de caballería ó de cosas que sucedian en otro planeta, sin que ni por asomos se les ocurriese que pensara nunca en venir