usanza de las campecinas chilenas, con vestido de percál claro, muy plegado, bata ajustada al talle, la abundosa cabellera negra dividida en dós trenzas y ceñida la frente por una vincha angosta de color punzó.
Yo las veía á través del humo, alumbradas por la llama viva del fogón, que se reflejaba sobre sus carrillos rojos y lustrosos, tiñéndoselos de un colorcito exótico bastante picante y, francamente, por mirarlas no seguía la conversación ó más bien dicho el galimatías de mis compañeros y del dueño de casa, que se cambiaban noticias de todos los habitantes de los canales y se transmitían impresiones apropósito de la caza y de la pesca.
Me levanté y poco á poco fuíme acercando al fogón.
Las chinas, fingiendo no verme, seguían en su faena imperturbables.
— ¿Són Vds. de aquí, de los canales?
— No señor... ! Somos tehuelches... chilenas.
— ¡Ah!... ¿Y tienen muchos nóvios?
— A veces, si... cuando vienen los loberos.
Y sentándonos los trés á la orilla del fuego, sobre un tronco de cóigüe que servía de banco, emprendimos una de esas conversaciones triviales para quienes las escuchan indiferentes, pero sabrosas y encantadoras para los que las sostienen.
Las muchachas ignoraban su edad y vivían contentas porqué comían y se vestían, no teniendo ganas de salir de la isla, que era muy linda.
Esto fué lo único que pude sacar en limpio después de una hora de charla.
— Vea, mozo, —dijo Smith derrepente, dirigiéndose á mí— ¿Porqué no se vá con las muchachas á caminar por ahí?... Vaya, conozca la isla... Vd. es jóven y eso tal véz le sirva de algo.