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tiraron petardos y se bebió vino en honor del joven vizconde Jacobo y, un poco también, en el del pequeño José Garnache. Los dos padres brindaron juntos con lágrimas en los ojos y, en aquel momento, perfectamente iguales.

Las madres, cada una por su lado y en su lecho de dolor, pensaban en cosas lejanas, la una hacia adelante y la otra hacia atrás.

Cuando Juan exclamó muy alegre: ¡Un hijo!» Antonieta, desolada, estuvo para responder: «¡Ay!» Sus temores se precisaban ya y se condensaban en aquel ser que lloraba en su cuna dorada.

La madre pasaba de un salto por encima de los años y le veía joven extraño, equívoco, preocupado por lo desconocido, visionario. Después, ya hombre, le veía huraño, huyendo de la gente, dominado por ideas de muerte; monómano del suicidio, le preparaba con gran anticipación, sin tratar de librarse, sabiendo que está condenado y poseído; sintiéndose presa de una voluntad soberana y de un implacable destino; yendo á la muerte como al deber, como empujado.

Y ese impulso era ella la que se le había transmitido; aquella loca carrera hacia la nada formaba parte de las obligaciones de su herencia, y el acto que lo terminaría todo (el acto de los abuelos) le habría sido inspirado en sus entrañas como un movimiento instintivo.

Aquella mujer, enferma de cuerpo y de espíritu, lamentó ser mujer y se arrepintió de ser madre. Fué preciso que el padre, radiante y sin una sombra, le llevase el niño, porque ella no le pedía.

Después se apoderó de ella la fiebre y Antonieta deliró tristes incoherencias.

El conde Juan sintió aquella indiferencia casi repulsiva, pero se ofendió más todavía. Aquellos nueve me-