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Página:En la paz de los campos (1909).pdf/237

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á la adversidad, así, como no había querido que el otro, la víctima, fuese á recoger por este cambio un porvenir de goces.

Se había, pues, engañado en todas sus voluntades y en todas sus esperanzas como en todas las verosimilitudes... Tenía derecho á indignarse, á rebelarse y á acusar á la suerte.

Esto era lo que afirmaba para sí misma en las horas más lúcidas. En las demás deliraba simplemente, sin el menor cuidado del buen sentido, y se deshacía en amenazas con los puños cerrados á los cuatro puntos cardinales y sobre todo hacia Valroy, aquel castillo tan familiar en otro tiempo y hoy residencia de sus más negros enemigos.

Ahora bien, aquellos enemigos que triunfaban en apariencia, estaban, sin embargo, muy lejos de la serenidad.

Aquella noche, en el mismo momento, acababa la comida en el vasto comedor, á cuya mesa podían caber treinta personas; donde en otro tiempo se había sentado tantas veces la niña Arabela, entre su Djeck y el conde Juan, hoy en fuga, y enfrente de la condesa Antonieta y de la señora de Reteuil, ambas difuntas.

Era preciso que la nueva castellana no tuviese miedo á los fantasmas.

Arabela estaba allí sola con su esposo, Gervasio Piscop. El se atracaba de fruta sin decir palabra y bebía enormes tragos; ella, con los ojos fijos, miraba sin duda el porvenir, á no ser que estuviese dando una vuelta al pasado.

Sus veintitrés años brillaban en todo su esplendor.

Estaba magnífica; pero si alguien se lo hubiera dicho, se hubiera encogido de hombros y hubiera respondido: «¿Para qué?» Para ella también era la vida una larga decepción;