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Piscop echaba en cara todos los días á su mujer el dejarle sin sucesión. Gervasio estaba seguro de que no era culpa suya.

Y, al decirlo, hacía tal gesto, que eran fáciles de adivinar otros sufrimientos de aquella pobre mujer, más intensos acaso; las repugnancias nocturnas de los deberes impuestos.

¡No tener hijos! Gervasio no cesaba en su amarga elocuencia sobre este punto.

—No valía la pena de haber comprado muy caro un nombre como el tuyo para no tener nadie á quien transmitírselo después... La nobleza... ya sabes que me burlo de ella. Era por mis hijos.

¡Sin hijos! Casa vacía, silenciosa ó llena de voces furiosas y de vergonzosas querellas, en las que el soprano agudo de la mujer respondía, sin bajar el tono, al bajo sobriamente amenazador del marido.

Fué aquella una trágica lección y un primer castigo para la orgullosa que había aceptado semejante boda contando con ser una reina rodeada de vasallos.

En otro tiempo, cuando preparaba el porvenir, había visto á todos aquellos aldeanos á sus pies, su marido el primero, en una especie de adoración, con los ojos siempre fijos en ella, esperando una señal para tomarla por una orden.

Había creído que los sacos de dinero llenos durante cuatro generaciones por aquellos rudos trabajadores, reventarían por sí solos ante su fantasía, y que no tendría más que alargar las manos para tenerlas en seguida llenas, pues se le evitaría hasta el trabajo de bajarse.

Había esperado súbditos y esclavos, y tenía un dueño y perseguidores. Sus padres disgustados, según decían, se alejaban de ella y la dejaban sola y entregada á las fieras, decía ella. Se habían ido á vivir á la EN LA PAZ.—16