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mente debajo de un árbol y dormir como un justo hasta el alba...

Pero se rehusaba este gusto por diversos motivos: en primer lugar, un Grivoize ó un Piscop (los había por todas partes, como si brotasen de la tierra), podía tropezar con él; además, cogería frío y humedad y podría atrapar un reuma; en fin, la consigna era la consigna y el deber era el deber.

Y después de esta conclusión estoica, siguió su ronda y llegó á los matorrales.

El bosque era allí espeso.

Los juegos de sombra creaban fantasmagorías en las escasas plazoletas; por entre las altas ramas de los olmos y de los fresnos deslizaba la luna sus rayos hasta producir manchas claras en los musgos, en las hierbas bajas ó en los detritus de estaciones muertas.

De las espesuras salía un dulce suspiro de gran animal dormido; era la respiración de la selva, formada de los cien mil alientos de los seres nacidos en ella y refugiados en el suelo; el bosque los ocultaba, los defendía y los alimentaba, y se perdían en él como en un todo misterioso.

El guarda no estaba penetrado de estas caridades ambientes, demasiado acostumbrado á ese espectáculo para reparar en él; cargó una pipa, golpeó con lentitud el eslabón y encendió metódicamente. Después de unas chupadas, se sentó en el suelo diciendo en voz alta, por el solo placer de romper aquel profundo silencio: —Supongo que puede uno sentarse; no se pagan las sillas.

Se quedó inmóvil, con la barba en las rodillas y las manos cruzadas en las piernas... Pasaron unos minutos, durante los cuales se veía la lumbre de la pipa como un punto rojo en la vaga obscuridad. La sorda