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En un rincón del cofre y envueltos en un pedazo de seda gris, había aún unos papeles que Jacobo sacó con precaución; esta vez, su mano tembló; era su vida lo que estaba allí dentro: cartas de sus padres, recibidas en el curso de sus viajes; cartas de Arabela, conservadas piadosamente.

Antes de desdoblar aquellos papeles por última vez, dudó si sumirse de nuevo en la horrible novela de perpetua mentira.

Pero su voluntad triunfó de esta última tentación, y las cartas de Arabela fueron á las llamas; en el momento se avivaron, danzaron alegres y la pieza entera se iluminó magníficamente.

—¿Está todo?—preguntó con voz sorda.

Movió la cabeza y se respondió: _No.

Lentamente, y esta vez como á pesar suyo, buscó en su bolsillo una carterita usada, sacó tres fotografías: una de niña con las piernas desnudas. otra de una joven más grave y un grupo: Ella y El apoyados en la tapia del terrado.

Las contempló un momento con los ojos turbados y murmuró: —¿Para qué?

Aquella interrogación lanzada al vacío tenía muchos sentidos, pero podía resumirse en una fórmula única: —¿Para qué he existido?

¡Ay! ¿Qué hubiera añadido si hubiera sabido la verdad?

Impaciente por acabar, arrojó bruscamente las tres fotografías á reunirse en las cenizas calientes con las cartas de la que le mataba, porque era ella y no otra cosa.

Los cartones se retorcieron, y Jacobo vió subsistir