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los recuerdos de su infancia; pero pronto se distrajo trabajando.

Jacobo fué enterrado en el cementerio de la aldea.

De toda su persona, una sola cosa era cierta y auténtica; que había nacido en aquella comarca.

El marqués Godofredo, llegado expresamente de la ciudad, siguió con la cabeza descubierta el ataúd, llevado á hombros, en medio de la lluvia ; estaba casi solo, con Balvet, Regino y José, y unas cuantas mujeres curiosas. El cura no fué por tratarse de un suicidio.

Pasó una semana. Regino se había llevado su mujer, sus muebles y sus efectos á casa de Balvet; todos vivían juntos ahora, lo que era para ellos un consuelo.

Berta deliró durante tres días, y gritó frases absurdas, que hacían encogerse de hombros hasta á los que la querían. Era, en verdad, demasiado amor al Vizconde; se veía que ella, á su vez, iba á morir.

En el tercer día la fiebre desapareció, y Berta, lúcida, reconoció á los que la rodeaban, pero se quedó muy postrada. Rehusó todo alimento y toda bebida, y el médico sospechó que había formado en su mente alguna resolución funesta.

—Hacedla comer y beber... si no...

No acabó la frase, pero su gesto dijo bastante. La suplicaron, y ella fingía dormir para no ser importunada. Cuando la dejaban sola un minuto, abría los ojos, que brillaban como faros en aquella cara cada vez más demacrada.

No pedía ninguna noticia; le habían dicho que Jacobo reposaba al fin en el cementerio; y tenía, sin duda, prisa por ir á reunirse con él.

Regino, en pie junto á la cama, se estaba mirán-