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cuna Por esto no le quería á usted y le amaba tanto á él. Todo lo hice para que fuera feliz, y ya sabe us—ted si lo he logrado... Pero existe usted, que tenía todos los derechos á la fortuna, á la nobleza y á los goces de la existencia... En vez de eso, ha sido usted un campesino pobre, mal vestido, mal peinado, corriendo por los caminos en todos los tiempos; ha sido usted el hijo de Berta y de Garnache y ha encontrado, á veces dura la vida. ¡ Ese es mi crimen! Le he robado á usted su destino para dárselo á mi hijo. Por esto le digo ahora perdón, señor Vizconde...

A medida que Berta hablaba, las nubes se amontonaban y se disipaban en el cerebro del que seguía siendo, á pesar de todo, José Garnache. El joven no dudaba. Aquella moribunda no divagaba ni mentía.

Ciertos recuerdos personales, ciertas observaciones antiguas, y, sobre todo, el cariño de Berta por el hijo del castillo y su indiferencia para él, constituían un conjunto de pruebas que acababan por convencerle.

Con aquella explicación, la vida entera de Berta se iluminaba y se aclaraba; sin ella, era incoherente y absurda.

El pobre muchacho, tentado un momento por el orgullo, buscó en el fondo de su ser la huella de algún noble sentimiento que revelase su origen.

Pero no encontró nada más que un poco de justicia y una gran bondad que le venían más bien de su amor á los seres de los consejos panteístas de la selva.

Tuvo que reconocer que la inteligencia superior de una raza no se transmite fatalmente con la sangre, y que hacen falta además circunstancias y medios para desarrollar el alma de los hombres como la naturaleza de las plantas.

Sintió después un poco de cólera al pensar en lo que hubiera podido ser; pero su buen sentido le ins-