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el muerto y el otro el que sobreviviera. Esto le hizo endurecerse contra su emoción.

Pero Berta tenía todavía que hablar y el tiempo pasaba una campesina no se va sin recomendar su dinero.

—Después de mi muerte encontrará usted en mi saco dos ó tres mil pesos. Tómelos usted sin escrúpulo, Jacobo, porque vienen de su padre el conde Juan...

Pero esto está tan lejos que se ha borrado.

El joven hizo un gesto vago, no queriendo profundizar; aquella mujer seguía siendo para él su madre, á pesar de sus convicciones.

Le daba un vértigo el pensar en aquel pasado tan lleno de hechos que él no había comprendido.

Su nuevo personaje le espantaba; y, como conclusión, sintió haber sabido.

Por fin, la moribunda dijo aún: —Esto hay, señor Vizconde. Cuando piense usted en mí, no me maldiga; he sufrido tanto, que merezco lástima...

Era tan desgraciada, que el corazón del joven estalló en un sollozo.

Madre! ¡Madre!

Berta sonrió.

— Todavía? Gracias.

— Para mí, siempre!

La mujer cerró los ojos y se extendió por sus facciones una gran serenidad. Estaba absuelta.

Desde entonces, no dijo una palabra más.

Al día siguiente, á las doce, Berta Minou, mujer de Garnache, murió sin sufrimiento. En el último momento vagó un nombre por sus labios blancos, como un suspiro: —¡ José!

Regino, mucho después, repetía con frecuencia: