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landa, que se estaba soplando la rodilla para calmarse el escozor de un profundo arañazo.

— Pobre hija mía! ¿Qué tiene usted?... ¡Sangre!

Es horroroso... A ver, á ver... ¿Quiere usted sales?...

¡ Dios mío!

La señorita de Carmesy separó la mano que le ponía un frasco de sales debajo de la nariz y ocultó la rodilla bajándose la falda.

Delante de extraños volvía á tomar su aspecto de altiva dignidad y tenía vergüenza del desarreglo de su persona. Sacudió la pálida cara, contuvo sus lágrimas, ensombreció sus ojos y declaró: —No es nada.

La de Reteuil no era de esta opinión.

— Cómo nada! A eso llama usted nada?... De seguro no puede usted andar... Tiene usted para ocho días de cama. Por fortuna la Providencia me ha hecho pasar por aquí... Pedro va á llevar á usted al coche y vamos á conducirla á su casa.

Bella rehusó brutalmente.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no la conozco á usted.

La anciana sonrió.

—Tendré que presentarme? Oiga usted, por el instante no tengo nombre; á pesar de todo su orgullo, no puede usted andar á pie los tres kilómetros que le separan todavía de su casa. Está usted obligada á aceptar mi ayuda y yo la dispenso de toda gratitud. ¿Quiere usted consentir ahora en que Pedro la lleve?

La muchacha era variable y cambiadiza y esta vez respondió: —Sí.

—Enhorabuena—exclamó la de Reteuil.—Ya es usted más razonable.