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Facundo

dad histórica: nunca hubo gobierno más popular, más deseado, ni más bien sostenido por la opinión.

Los unitarios, que en nada habían tomado parte, lo recibian, al menos, con indiferencia; los federales, domos negros», con desdén, pero sin oposición; los ciudadanos pacíficos lo esperaban como una bendición y un término å las crueles oscilaciones de dos largos años; la campaña, en fin, como el símbolo de su poder y la humillación de los «cajetillas» de la ciudad». Bajo tan felices disposiciones principiáronse las elecciones ó ratificaciones en todas las parroquias, y la votación fué unánime, excepto tres votos que se opusieron á la delegación de la suma del poder público. ¿Concíbese cómo ha podido suceder que en una provincia de cuatrocientos mil habitantes, según asegura la «Gaceta», sólo hubiese tres votos contrarios al gobierno?

¿Sería acaso que los dísidentes no votaron? ¡Nada de eso!

No se tiene aun noticia de ciudadano alguno que no fuese á votar; los enfermos se levantaron de la cama para ir á dar su asentimiento, temerosos de que sus nombres fuesen inscriptos en algún negro registro, porque así se había insinuado.

El terror eslaba ya en la atmósfera, y aunque el trueno no había estallado aún, todos vcían la nube negra y torva que venía cubriendo el cielo dos años había. La votación aquélla es única en los anales de los pueblos civilizados, y los nombres de los tres locos, más bien que apimosos opositores, se han conservado en la tradición del pueblo de Buenos Aires.

Hay un momento fatal en la historia de todos los pueblos, y es aquél en que, cansados los partidos de luchar, piden, antes de todo, el reposo de que por largos años han carecido, aun á expensas de la libertad ó de los fines que ambicionaban; éste es el momento en que se alzan los tiranos que fundan dinastías é imperios. Roma, cansada de las luchas de Mario y de Sila, de patricios y plebeyos, se entregó con delicia á la dulce tiranía de Augusto, el primero que encabeza la lista execrable de los emperadores romanos.

La Francia, después del terror, después de la impotencia y desmoralización del Directorio, se entregó å Napoleón que, por un camino sembrado de laureles la sometió á los aliados que la devolvieron á los Borbones.

Rosas tuvo la habilidad de acelerar aquel cansancio,