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de las Indias.

CAPÍTULO IV.


Llegado el domingo y la hora de predicar, subió en el púlpito el susodicho padre fray Anton Montesino, y tomó por tema y fundamento de su sermon, que ya llevaba escripto y firmado de los demas: Ego vox clamantis in deserto. Hecha su introduccion y dicho algo de lo que tocaba á la materia del tiempo del adviento, comenzó á encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla, y la ceguedad en que vivian, con cuánto peligro andaban de su condenacion, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban contínuamente zabullidos y en ellos morian. Luégo torna sobre su tema, diciendo así: «Para os los dar á cognoscer me he subido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que, con atencion, no cualquiera, sino con todo vuestro corazon y con todos vuestros sentidos, la oigais; la cual voz os será la más nueva que nunca oisteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oir.» Esta voz, encareció por buen rato con palabras muy pungitivas y terribles, que los hacia estremecer las carnes, y que les parecia que ya estaban en el divino juicio. La voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, declaróles cuál era ó qué contenia en si aquella voz. «Esta voz, dijo él, que todos estais en pecado mortal y en el vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usais con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia teneis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habeis hecho tan detestables guerras á estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y extragos nunca oidos, habeis consumido?