CAPÍTULO CLXVI.
Ya digimos en el libro II cómo viendo los españoles que las gentes de la isla Española, con la crueldad de las minas y los otros trabajos que les daban, se les iban muriendo y acabando, inventaron engañar al Rey Católico para que les diese licencia que pudiesen traer las gentes naturales de las islas que llamábamos Yucayos ó Lucayos. Esta licencia concedida, su ocupacion toda por aquellos tiempos fué ir á traerlos; dellos tomados por engaño, dellos salteándolos y por todas maneras de injusticia y maldad, los trujeron sin quedar ánima viva en treinta ó cuarenta islas que son, chicas y grandes, donde, al cabo y los que restaban, en la pesquería de las perlas todos los mataron y acabaron. Estos tambien acabados, comenzaron á tractar de otra granjería para tener á quien más matar en sus minas; como los españoles que vivian en la isla de Cuba hicieron armadas para saltear los moradores de las islas de los Guanajos, al Poniente, y las que más pudiesen hallar y despoblar, segun arriba en el cap. 91 digimos, así los que vivian en la Española inventaron hacerlas para saltear y cautivar naturales vecinos de las islas y tierra firme, que la naturaleza puso al Oriente. Estas armadas hacian de la manera que hicieron las que inventaron para traer la gente de los Yucayos, juntándose en compañía tres ó cuatro vecinos, ó más ó ménos, segun tenian el caudal, y ponian cinco, ó seis, ó siete mil pesos de oro, compraban un navío ó dos, metian 50 ó 60 españoles, personas bien desalmadas, proveidos de bastimentos ó á soldada, ó á que en las presas que trujesen tuviesen sus partes. Dábaseles un Veedor, tan gran ladron como ellos, y ménos temeroso de Dios y que parecia haber recibido el alma en vano, para que viese lo que allá se hacia, conviene á saber, que mirase