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VIII—EL HUNDIMIENTO

Cual dique que se rompe estallan las nubes; los cielos en fulgurantes metéoros y en culebras de fuego; y, á la pesadumbre de olas sobre olas, siente la Atlántida, como haces de cañas, crujir sus raíces.


De ella encima, desatándose terribles como nunca las iras eternales, conculcan su frente y su pecho, en tanto que los genios del Averno, colgándose, como murciélagos, de sus rocosos pies, la arrastran á los profundos.


Por las cúspides de los cerros y peñones, cual toros sin valla, empújanse las olas del terrible Mediterráneo, á tumbos con otros cerros y picachos, á los que hacen rodar á empellones en su curso, sin siquiera decirles: «quita allá.»


Así, en alas del torbellino, luchan los mares del Polo con las ciudades, sierras, islas y continentes de hielo, y, troceados y en lajas, arrójanlos á uno y otro lado, seguidos de tropel de fieras y de naves, dando tumbos.


Allende la Atlántida, de esa mar al titánico mugido, ronca en su lecho, responde la de Poniente, y para romper la colosal presa de sus peñones, ciento á ciento le arroja sus rodantes montañas de agua.