Página:La Condenada (cuentos).djvu/116

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último momento. Pero, Señor, ¡cuán felices éramos!

La voz de Nicomedes era cada vez más temblorosa: sus ojillos azules estaban empañados. No lloraba; pero su grotesca obesidad agitábase con los estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse las lágrimas.

-Pero se le ocurrió a un desalmado de larga historia dejarse coger; le sentenciaron a muerte, y hube de entrar en funciones cuando ya casi habia olvidado cuál era mi oficio. ¡Qué dia aquel! Media ciudad me conoció viéndome sobre el tablado, y hasta hubo periodistas que, como son peor que una epidemia (usted dispense), averiguaron mi vida, presentándonos en letras de molde a mi y a mi familia, como si fuéramos bichos raros, y afirmando con admiración que teniamos facha de personas decentes. Nos pusieron en moda. Pero ¡qué moda! Los vecinos cerraban puertas y ventanas al verme, y aunque la ciudad es grande, siempre me conocian en las calles y me insultaban. Un dia, al entrar en casa, me recibió mi mujer como una loca. ¡La niña! ¡La ni-