con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.
—Pero ¿qué quieres, maldita?... ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!
Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.
Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.
El ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a dos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.
¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen