el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala.
—¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Que vienen los del gobierno!
Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí; otros se iban por allá; fué aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco mundaba á Torresalinas, filtrándose en todas las casas.
El alcalde intervino paternalmente.
—Hombre, es demasiado—dijo al patrón. Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad al menos algunos bultos para justificar la aprehensión.
Nuestro amo estaba conforme.
—Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos de la peor picadura. Que se contenten con eso.
Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la barca. Pero aún se detuvo un momento,