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V. BLASCO IBÁÑEZ

—¿Y qué pasó después?-pregunté al viejo—. ¿No castigaron á nadie?

—¿A quién? Únicamente podían castigar al pobre Socarrao, que quedó prisionero. Se ensució mucho papel y medio pueblo fué á declarar; pero nadie sabía nada. ¿De qué matrícula era el barco? Silencio; nadie le había visto los folios. ¿Quiénes lo tripulaban? Unos hombres que al varar habían echado á correr tierra adentro. Y nadie sabía más.

—¿Y el cargamento? —dije yo.

—Lo vendimos completo. Usted no sabe lo que es la pobreza. Cuando embarrancamos, cada uno agarró el fardo que tenía más á mano y echó á correr para esconderlo en su casa. Pero al día siguiente estaban todos á disposición del patrón: no se perdió ni una libra de tabaco. Los que exponen la vida por el pan y todos los días le ven la cara á la muerte, están más libres de tentaciones que los otros...

—Desde entonces—continuó el viejo— que está aquí preso el pobre Socarrao. Pero no tardará en hacerse á la mar con su antiguo amo. Parece que ha terminado el pape-