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V. BLASCO IBÁÑEZ

rior descomposición que se mezclaba en sus besos.

Luis adivinó la presencia de alguien detrás de él. Un hombre estaba á pocos pasos, contemplándolos con expresión confusa, como atraído allí por un impulso superior á la voluntad que le avergonzaba. El marido de Enriqueta conocía, como media nación, la austera cara de aquel señor ya entrado en años, hombre de sanos principios, gran defensor de la moral pública.

—¡Dile que se vaya, Luis!—gritó la enferma—. ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo sólo te quiero á ti... sólo quiero á mi marido. Perdóname... fué el lujo, el maldito lujo: necesitaba dinero, mucho dinero; pero amar... sólo á ti.

Enriqueta lloraba mostrando su arrepentimiento, y aquel hombre lloraba también, débil y humilde ante el desprecio.

Luis, que tantas veces había pensado en él con arrebatos de cólera, y que al verle había sentido impulsos de arrojarse á su cuello, acabó por mirarle con simpatía y respeto. ¡También la amaba! Y la comunidad en el afecto, en vez de repelerlos, liga-