Página:La Condenada (cuentos).djvu/197

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Luis percibía el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo. Sí; era ella. Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó antes que su vista. ¡Ernestina!

Creyó en una traición. Alguien había avisado a su mujer. ¡Qué situación tan ridícula! ... ¡Y la otra que iba a llegar!

-¿A qué vienes?... ¿Qué buscas?

-Vengo a cumplir mi promesa. Te cité a las diez, y aquí estoy.

Y Ernestina añadió con triste sonrisa:

-A ti, Luis, para verte, hay que apelar a estratagemas que repugnan a una mujer honrada.

¡Cristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable había salido de casa tan temprano! ¡Citado por su propia mujer! ¡Cómo reirían los amigos del Casino al saber aquello!

Dos lavanderas se pararon en el camino, a corta distancia, con pretexto de descansar, sentándose sobre sus talegos de ropa. Querían oir algo de lo que se decían los señoritos.