—¡Mátam, mátam!—gimió echándose á la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.
Teulaí se acercó á ella impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo á través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufrir, intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones que recitaba atropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones á la vez.
Entre el humo y los fogonazos vióse á Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó sus ropas.
En la masa negra é inerte quedaron al descubierto las blancas medias de seductora redondez, estremeciéndose con el último estertor.
Teulaí, tranquilo como hombre que á nadie teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de su hazaña.