Página:La Condenada (cuentos).djvu/69

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Los pescadores, desde sus botes, lanzaban envidiosas miradas; los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua para tocarle la enorme cola.

Rufina se abrió paso ante la gente, llegando hasta su marido, que, con la cabeza baja y una expresión estúpida, oía las felicitaciones de los amigos.

-¿Y el chico? ¿Dónde está el chico?

El pobre hombre bajó aún más su cabeza. La hundió entre los hombros, como si quisiera hacerla desaparecer para no oír, para no ver nada.

-Pero ¿dónde está Antoñico?

Y Rufina, con los ojos ardientes, como si fuera a devorar a su marido, le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente a aquel hombrón. Pero no tardó en soltarle, y, levantando los brazos, prorrumpió en espantosos alaridos.

-¡Ay Señor!... ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñico se ha ahogado! ¡Está en el mar!

-Sí, mujer -dijo el marido lentamente, con torpeza, balbuciendo y como si le ahogaran las lágrimas-. Somos muy desgraciados. El chico ha muerto; está donde su