Página:La Condenada (cuentos).djvu/85

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una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gritos.

La modestia y la gracia con que saludaba enardeció aún más al público. ¡Qué mujer! Una verdadera señora; y en cuanto a buenos sentimientos, todos recordaban detalles de su biografía. Aquel padre anciano, al que todos los meses enviaba una pensión para que viviera con decencia: un viejo feliz, que desde Madrid seguía la carrera de triunfos de su hija por todo el mundo.

Aquello era conmovedor. Algunas señoras se llevaban a los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete lloriqueaba metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Los vecinos se reían.

¡Vamos hombre, que no era para tanto!

La representación seguía su curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba a los presentes, por si alguno quería defender a Elsa. Bueno, adelante. Aquel público, que se sabía de