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LA ILÍADA

para el dios, y conduciendo á Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fué capitán el ingenioso Ulises.

312 Así que se hubieron embarcado, empezaron á navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.

318 En tales cosas ocupábase el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera á Aquiles, y dijo á Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores: «Id á la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano á Briseida, la de hermosas mejillas, traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros á quitársela y todavía le será más duro.»

326 Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron á las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:

334 «¡Salud, heraldos, mensajeros de Júpiter y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar á la vez en lo futuro y en lo pasado, á fin de que los aqueos se salven combatiendo junto á las naves.»

345 De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo á su amigo, sacó de la tienda á Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose á orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió á su madre muchos ruegos: «¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Júpiter altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa que él mismo me arrebató.»