Página:La Primera República (1911).djvu/104

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-¡Pues aquí está el hombre; aquí está el corazón enamorado! -exclamé yo entregándome al sugestivo juego de la tratante en líos-. Vengan pormenores. Venga el nombre de esa señora.

-¿El nombre?... No debo decírselo todavía. A su tiempo lo sabrá; no vaya usted tan aprisa.

-¿Es bonita?

-¿Bonita?... ja, ja... Con esa palabra no se puede pintar su hermosura. La pinto yo diciendo que es lo mismito que una diosa.

-¿Es alta?

-Lo bastante talluda para no ser baja... Ni delgada ni gruesa. Ojos como luceros, facciones perfectas, boca tan linda cuando calla como cuando habla; blancura que deslumbra; pechos, manos y pies en proporción. Todo es proporción en esa criatura, y por esa igualdad en todas sus partes, incluso en las que tocan al alma, digo que es mujer única... No hay otra como ella».

Oído esto, estalló dentro de mi un súbito incendio, pasión fulminante que me hizo saltar de la silla, y plantándome frente a Celestina, con altas voces y dramático gesto, le dije: «¿Es que ha venido usted a volverme loco, Celestina, o me toma por un visionario capaz de creer esas patrañas de mujeres diosas y criaturas perfectas?».

Levantose risueña la proxenetes, llevándose la mano a la parte lastimada por los rotos muelles del sofá, y me contestó con estas graves razones: «No he venido a volverle